JORDI SOLER EL PAÍS 06/03/2011
La infancia está desapareciendo por la vertiginosa facilidad con que se obtiene el conocimiento
Los libros, y la infinidad de mundos que estos contienen, han jugado un papel crucial en la historia de eso que llamamos infancia, y su recorrido a lo largo del tiempo, puede darnos una idea aproximada de lo que nos espera frente a esta nueva criatura que son los niños de hoy.
Después de la caída de Roma, el uso del alfabeto se contrajo hasta el punto en que la gran mayoría de la población dejó de leer y escribir, y los libros, y su escritura, pasaron a ser materia exclusiva de los especialistas. Los libros eran muy caros, un volumen costaba el equivalente a mes y medio del salario de un artesano, y con frecuencia les faltaban páginas o eran copias falsas.
Neil Postman, en su ensayo The disappearance of childhood, sitúa este periodo de oscuridad, que fue propiamente la Edad Media, en el milenio que pasó desde la caída del imperio hasta la invención de la imprenta, momento en el cual la gente comenzó a tener nuevamente acceso al conocimiento escrito, a las ideas y a los conceptos que, desde entonces, han ido forjando nuestra civilización. Entre los conceptos que se tragó aquella época de oscuro analfabetismo, estaba el de niñez, el de infancia, porque durante toda esa época oscura el niño, como lo conocemos hoy, no existía.
Los niños vivían con los adultos y compartían con ellos todos los momentos de la cotidianidad, oían y veían de todo, escenas violentas o ridículas, agrias discusiones familiares, vívidas escenas de amor carnal; el niño, según dictaba entonces la Iglesia, podía razonar y comportarse como adulto a partir de los siete años, la edad en que, según esto, una persona puede distinguir el bien del mal (a la luz de las noticias sobre curas pedófilos que últimamente van apareciendo no sería de extrañar que, la figura de adulto de siete años que proponía la Iglesia, llevara un doble propósito).
En este periodo oscuro de la humanidad los adultos perdieron, frente a los niños, todo ese universo de conocimiento que encerraban los textos escritos, y que se recuperaría con la aparición de la imprenta; la diferencia entre un niño y un adulto, basada en lo que este sabe y el otro ignora, quedó abolida en ese periodo; como niños y adultos sabían lo mismo, el concepto de infancia era, sencillamente, inaplicable. Hay otros motivos, por supuesto, como el altísimo índice de mortalidad infantil, o la enorme dificultad para sobrevivir en aquel mundo oscuro, que no admitía la exquisitez de tratar como niño a un niño.
La desaparición de la niñez en aquella época, y su posterior reinvención, gracias a los libros, es una hermosa evidencia de la utilidad que tiene la palabra escrita. En cuanto los adultos recuperaron las ideas, los conceptos, las aventuras y los paisajes de que están hechos los libros, en cuanto se realfabetizaron, adquirieron ese conocimiento que volvió a situar a los niños en su lugar, en ese territorio protegido donde paulatinamente se les va suministrando la información que necesitarán para, en el futuro, convertirse en adultos.
Neil Postman, que fue alumno de Marshall McLuhan, observaba hace 30 años que los niños empezaban a estar demasiado informados, que la televisión les presentaba, por ejemplo, un noticiario donde se enteraban de las atrocidades que sacuden al planeta; enterarse de un robo, de una violación o de una guerra los hace ver de golpe que los adultos no tienen ningún control sobre la vida, o cuando menos que la vida que les espera no tiene nada que ver con su mundo infantil.
Ahora pensemos en el torrente de información, a la carta, que hoy ofrece Internet; cualquier niño, frente al teclado de un ordenador, tiene acceso a todo el conocimiento que durante siglos lo había separado de los adultos; desde cierto ángulo, el que proponía Postman, la infancia está volviendo a desaparecer; si en la Edad Media desapareció por la ignorancia y el analfabetismo de los adultos; ahora desaparece por la vertiginosa facilidad con que los niños obtienen el conocimiento; adultos y niños, nuevamente, volvemos a saber lo mismo; los adultos se infantilizan, y si no mire usted a su alrededor, y los niños se vuelven mayores cada vez más rápido.
Lo que puede hacerse al respecto es muy poco, se trata de la vida que se nos echa encima. Queda observar con atención, cada quien a los suyos, e ir improvisando una estrategia, como quién toca un solo de saxo.
Jordi Soler es escritor. Su último libro es La fiesta del oso (Mondadori).
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