jueves, 19 de julio de 2012

Democracia de mercado. Un oxímoron envenenado, de Miguel Sánz Loroño en Público

El gobierno de Mariano Rajoy ha puesto de manifiesto una contradicción maquillada en las últimas décadas. Hablamos del conflicto existente entre la democracia y la lógica de los mercados. El capitalismo combatió a la democracia durante todo el siglo XIX. Entonces, solo la aceptó a cambio de una sustitución de su contenido por el del liberalismo, en origen tan opuesto a la democracia como el propio capitalismo. En 1945 este liberalismo integró a la socialdemocracia en el sistema a cambio de protección social para los trabajadores. Tras el desafío de 1968, la economía se reestructuró y los mercados comenzaron a recuperar terrenos perdidos y a ganar otros desconocidos. En los años ochenta y noventa la idea de una alternativa desapareció. Y el oxímoron estadounidense “democracia de mercado” se hizo universal, creyendo que la libertad de elección en unos grandes almacenes equivalía a la libertad de una comunidad de iguales para decidir su destino.

El significado original de democracia, gobierno del pueblo bajo por sí mismo, parece incompatible con el imperio de los mercados. La primera implica el cuidado público de lo común; el segundo la existencia de una red global privada que se apropia de los recursos colectivos. Desde los orígenes del liberalismo hasta la campaña reciente contra Syriza, se ha venido usando el argumento aristotélico de la demagogia irresponsable para desacreditar la idea democrática. El éxito de la “democracia de mercado”, el más reciente término para desactivar a la democracia, solo se explica por la aparente falta de alternativa al neoliberalismo.

La crítica liberal al socialismo en los años cincuenta, que identificaba a la utopía con el espectro estalinista, fue releída por las revueltas de 1968 para desplegar su revolución del Deseo contra la Autoridad. En los años ochenta, una vez desactivado este desafío, se empleó la misma imagen como ariete del ataque neoliberal contra el estado keynesiano. El neoliberalismo halló en la “artificialidad” gris de la planificación soviética el motivo que permitió presentar al capitalismo como algo “natural” y receptivo a las demandas populares. La utopía se ligó al fantasma soviético del acero y del hormigón, desacreditando todas las alternativas posibles a la democracia de mercado. Se hizo creer que este oxímoron era un hecho natural y no un producto de la historia. De este modo, la alternativa se describió sin problemas como una Otredad represiva y grotescamente contrahecha. Uno prefería morir apuñalado en Nueva York que de aburrimiento en Moscú, al decir de Felipe González.

Pero la victoria de este discurso, sellada por el Consenso de Washington de los años noventa, se halla en retroceso. El enfrentamiento entre las demandas de la democracia y las exigencias de los mercados está dejando al descubierto las costuras del sistema creado treinta años atrás. La crisis de legitimidad en la que se ha instalado viene provocada por la incapacidad del bipartidismo para responder a la desposesión causada por la deuda. Ésta es la espina dorsal del capitalismo tardío surgido de los años setenta. La globalización, el desempleo estructural y el predominio de las finanzas desreguladas son sus características principales. En él, la deuda constituye el símbolo en el que se expresa la acumulación y desposesión a una escala global.

El gobierno de Mariano Rajoy habla el mismo lenguaje que los mercados. La libra de carne que el presidente les entrega es otro trozo de nuestros derechos sociales. El terreno que abandone el estado será ocupado -o no- por la iniciativa privada, con la consiguiente quiebra del sentido de comunidad y la exclusión –más grande si cabe- de diversos sectores de la sociedad. Los recortes de su gabinete suponen la renuncia explícita a la soberanía y a los compromisos sociales del estado de bienestar. Mariano Rajoy ha dejado claro de quién es el mandato por el que gobierna y al que obedece.

Pero la legitimidad, al igual que la soberanía, no puede ser compartida. Si el gobierno se pone del lado de los mercados es dudoso que continúe teniendo cobertura moral. Antes bien, es probable que, en caso de crisis parlamentaria, ceda el testigo a una tecnocracia apoyada por los dos partidos mayoritarios. Pero esto sería cualquier cosa menos una solución neutral. Si la diferencia ideológica entre izquierda y derecha se mide por el grado de resistencia a la desposesión capitalista, podemos decir que la tecnocracia es el gobierno más ideologizado y derechista de los presentes. Porque los famosos “deberes” suponen adoptar la visión de lo real que los mercados promueven. Éstos desean un gobierno capaz de hacer “atractiva” la inversión y pagar los intereses de la deuda, pero al hacerlo socavan con ello la capacidad de los estados para gobernarse a sí mismos y legitimarse ante su electorado. No por casualidad la tecnocracia es la opción predilecta del neoliberalismo. Le basta con la ley. La legitimidad electoral es prescindible.

La crisis de la deuda solo puede ser la del estado de bienestar siempre y cuando consideremos que ambas son un síntoma de algo más elemental y sistémico. Pues del mismo modo que no hay crisis de financiación del estado sin la existencia de paraísos fiscales, tampoco hay crisis de la deuda sin la presencia de la globalización desregulada de las finanzas. Esta crisis no se puede atribuir a que hayamos vivido por encima de nuestras posibilidades o a un fallo moral colectivo. En absoluto. La razón última se encuentra en la posición que se ocupa en la estructura desigual y globalizada de la deuda mundial.

Allí donde hay desposesión, hay resistencia. Y con ésta surge la posibilidad y el imperativo de pensar la Diferencia. Esta crisis nos ha mostrado la totalidad del sistema. La conservación de los derechos sociales frente a la deuda nos enfrenta con la “democracia de mercado”. La deuda es un fenómeno mundial en el que no estamos solos. Es por ello que la defensa de lo común es el primer paso para construir una alternativa. Si la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, escribía Rousseau, es preciso que la legislación deba tratar de mantenerla. Habida cuenta de la violencia y miseria que acompañan a estos recortes, no podemos sino perseverar en ese empeño. Quizá el búho de Minerva esté sobrevolando el atardecer del neoliberalismo. A partir de aquí habrá de ir más lejos.

Miguel Sánz Loroño. Investigador de la Universidad de Zaragoza.

FUENTE:  http://elcomentario.tv/reggio/democracia-de-mercado-un-oximoron-envenenado-de-miguel-sanz-lorono-en-publico/19/07/2012/
, , , , , , ,

miércoles, 11 de enero de 2012

¿Saldremos de todo esto en 2012?


EL MUNDO 11/01/2012


FELIPE FERNÁNDEZ-ARMESTO

El autor considera frustrante que el pasado año acabara sin respuesta para ninguno de los grandes desafíos globales

Critica a la actual clase política tanto de EEUU como de Europa, tachándola de incapaz para afrontar la crisis
UNO DE LOS estereotipos que tenemos los europeos de nuestros amigos estadounidenses es que carecen de un sentido irónico de humor. Ahora sé que es verdad. «En 2011 -dije hace unos días en CNN.com- no sucedió nada». A continuación me llegaron un montón de correos electrónicos de protesta, argumentando que, por ejemplo, en Dakota del Norte habían experimentado fenómenos meteorológicos extremos, que los Packers de Green Bay habían ganado la Copa de fútbol americano, que algunos -aunque dolorosamente pocos- de los desempleados de Scranton (Pennsylvania) habían encontrado trabajo, y que en Tuscaloosa (Alabama), Fulano de Tal se había enamorado.

Por supuesto, sucedieron muchas cosas a lo largo de 2011, algunas de las cuales fueron dignas de ser destacadas en los medios de comunicación, y quizá incluso alguna -ya veremos- en libros de Historia que quedan por escribirse, tales como los alzamientos antigubernamentales en varios países árabes, la crisis del euro, el comienzo de la retirada estadounidense en Irak, la dimisión de Berlusconi, el triunfo del Partido Popular en España, y las muertes de Václav Havel, Osama bin Laden, Gadafi y Kim Jong-il. En el caso de los movimientos indignados de protesta en varios rincones de Occidente, tales como la ocupación de Wall Street, el movimiento del 15-M en España o las manifestaciones contra la política de austeridad en Grecia, es posible que estemos ante acontecimientos capaces de lograr cierta resonancia y de tener consecuencias para el futuro.

Pero insisto en que el año pasado llamó la atención más por lo que no sucedió que por lo que sí llegó a pasar. No se respondió debidamente a la crisis del euro, sino que se ha dejado que se agrave sin intentar ninguna estrategia radical para evitarlo. No se hizo nada para mejorar el medioambiente mundial, sino que la Cumbre de Durban terminó aplazando las decisiones que todo el mundo sabe que son urgentes. No se solucionó la crisis financiera y económica mundial, ni se castigó a los culpables del desastre de 2008, sino que los peces gordos siguen engullendo sus provechos. No se resolvió el enfrentamiento entre Irán y las potencias occidentales a pesar del hecho incontestable de que la República Islámica es un país demasiado fuerte y demasiado peligroso como para dejarle abandonado en un aislamiento resentido. No se ha dado ningún paso adelante en el proceso de paz en Oriente Próximo ni en Afganistán. No se aprovechó la Primavera Árabe para evitar el choque de civilizaciones ni nutrir la democracia. No se llevó a cabo la iniciativa del presidente Obama para crear un Estado del Bienestar en Estados Unidos.

Pienso en el famoso cuento de Sherlock Holmes del problema curioso del ladrar del perro en la noche. «Pero es que el perro no ladró», comentó Watson. «Efectivamente», contestó Holmes, explicando que así se sabía que el perro conocía al criminal. A veces, lo que no pasa cuenta mucho. Para identificar al responsable del crimen, Holmes tuvo que reconocer el silencio del perro. Para comprender la actualidad del mundo, tenemos que explicar la ausencia de logros importantes en el relato de 2011. 

Mientras escribo estas líneas en Chicago, la ciudad hogar del presidente Obama, los rascacielos están surgiendo de la oscuridad de la noche, como gigantes altos y anchos de espaldas, para romper una madrugada de oro y topacio claro. En esta urbe inmensa y soberbia da la sensación de que toda ambición puede realizarse y de que todo esfuerzo, todo sacrificio, merece la pena. Es evidente, empero, que el gran impulso histórico que llevó este país a ser la única superpotencia mundial está tocando a su fin. La incompetencia de la clase política ha dejado estancado al Gobierno y ha arrestado al progreso. Cuando fracasó la propuesta presidencial de introducir un sistema de salud público financiado por el Estado, se acordó, con gran dificultad, en el Congreso y el Senado estadounidenses un esquema para aumentar modestamente el alcance del suministro de servicios de salud mediante subsidios a compañías aseguradoras privadas. Pero éste plan tampoco agradó a la derecha. Y se rechazó por la mayoría de los gobiernos o legislaturas estatales, que acusaron al presidente de querer imponer medidas «socialistas» e «inconstitucionales». Ahora el caso ha encallado en los tribunales, mientras los pobres siguen enfermándose y muriéndose.

Pasó algo parecido con los Presupuestos. Algunos políticos rechazaron cualquier intento de subir los impuestos de los ricos, a pesar de que Warren Buffet -supuestamente el billonario más rico del país- criticó abiertamente que en EEUU los ricos «pagamos un porcentaje menor que nuestras secretarias y camareras». Otros, del otro lado, se negaron a recortar el presupuesto social sin subir los impuestos. Por tanto, no se votó el Presupuesto de 2012.

Además, el valor de los bonos de EEUU ha bajado. Y el país ha perdido su ranking de primera clase en el mundo financiero. La situación recuerda un poco a la de las dos Españas históricas. Hay dos países dentro del Estado, incapaces de hacer concesiones recíprocas, ni de alcanzar soluciones intermedias, ni de fiarse uno del otro. No se trata solamente de la intransigencia de los partidos, sino también de la falta de entendimiento entre el Gobierno federal y los estados. Ambos apelan a los tribunales y ninguna parte, mientras tanto, puede poner en marcha sus propuestas legislativas.

La democracia no ofrece salida ninguna. Las elecciones se abandonan por millones de votantes y se compran por millones de dólares. El sistema se elaboró históricamente como un intento de evitar conflictos violentos, estableciendo un equilibrio entre los órganos ejecutivos, judiciales y legislativos, así como entre los estados y el Gobierno federal. Ahora, en lugar del equilibrio, nos encontramos atrofiados. La Casa Blanca no hace nada, sino echar la culpa a los demás, sencillamente porque está maniatada, no puede hacer nada.
En la Unión Europea la situación es parecida, con un sistema teóricamente consensual pero que en la práctica hace imposible que se puedan lograr los acuerdos precisos entre los 27 países miembros para hacer frente con eficacia a crisis tan radicales como la actual. El proceso político es esclerótico. Hasta cierto punto, la estrategia de no hacer nada y limitarse a imponer medidas de austeridad a los países más afectados, es acertada, ya que todos sabemos que el euro se salvará: es demasiado útil para descartarse, y los alemanes, a pesar de sus quejas, seguirán dispuestos a ayudar con las deudas de sus clientes para mantener un sistema que favorece tanto a sus propias industrias. Pero parece mentira que mientras tanto aguantemos cada vez más paro, más miseria y mayor degradación de la sociedad de bienestar.

Aquí tampoco parece que nuestra democracia valga mucho. En España mantenemos la ilusión de que el nuevo Gobierno sea mejor que el anterior, aunque la verdad es que la solución a la crisis, si la hay, sólo la encontrará el conjunto de la UE, con la colaboración de todas las grandes potencias económicas del mundo, y no está desde luego en manos de tal o cual gobierno nacional. Ahí están los ejemplos de Grecia e Italia, hoy con gobiernos tecnócratas que han sustituido a los anteriores, incompetentes pero elegidos por los ciudadanos.

ME TEMO que los políticos han cedido el mando a los tecnócratas no porque aprecien el talento de éstos, sino para tratar de quedar absueltos de las consecuencias de sus propios fracasos. Cuando haya acabado la crisis, los payasos y prestidigitadores volverán a dominar la arena. La pobreza de la democracia francesa se pone manifiesta en el hecho de que los votantes tendrán que elegir entre Sarkozy, un pisaverde sin principios ni capacidad autocrítica, y François Hollande, una vieja gloria ineficaz e ideológicamente tachado. En Estados Unidos también, parece mentira que tan pocas personas honradas y capaces se presenten para conquistar la Presidencia. Hemos tenido que sufrir un desfile ridículo de truhanes y volatineros, como Rick Perry, que ni pudo acordarse de los ministerios que prometía suprimir, o Hermann Cain, quien ni sabía dónde esta Libia, o Michele Bachmann, que aconsejó sinceramente al presidente Obama que no se involucre en aventuras militares ¡en Australia! Ahora uno de los candidatos más votados en las primarias del Partido Republicano es Rick Santorum, que se declara dispuesto a bombardear a Irán. El único consuelo es que si llegara a ejercer la Presidencia, no podría cumplir con sus promesas ni amenazas por la misma inercia e ineficacia del sistema.
«¡Que experimentes tiempos interesantes!», reza una antigua maldición china. Nosotros habitamos tiempos torpes y embotados y salimos igual de malditos. ¿Cómo vamos a superar la inercia que es la herencia de 2011? ¿Cómo vamos a salvar la paz, la civilización, la economía, el planeta? ¿Suspendiendo la democracia, sustituyendo a los políticos, sucumbiendo a la tecnocracia, zambulléndonos en la revolución, rellenando nuestros abrevaderos de la sangre de las elites fracasados? Tal vez más conviene resignarnos afablemente a vivir otro año en que no suceda nada.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

lunes, 9 de enero de 2012

Los ‘millennials’ y sus padres

Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra
EL PAÍS, 08/01/12

Los demógrafos llaman millennials a los nacidos entre 1982 y 2000. Nosotros, los denominados baby boomers, somos sus padres y llevamos tiempo batiéndonos en retirada. No deberíamos.Muchos millenials creen que el paro es su primer problema vital. No es así: nosotros lo somos. El excepcional dividendo demográfico que benefició a nuestra generación, cuando había mucha gente adulta pero pocos abuelos, se ha agotado y no volverá.

En España, la diferencia entre el número de las personas nacidas en 1952 y en 1982 es de 77.000 a favor de las primeras. Pero la que media entre los nacidos en 1970 y en 2000, respectivamente, es de 266.000. Así, habrá cada vez más baby boomers jubilados o dependientes a cargo de menguantes cohortes demográficas de millennials.

Por ello, habremos de retirarnos más tarde de lo que previmos, algo que todavía muchos europeos de nuestra generación se niegan a aceptar, pero que cualquiera de nosotros que no tenga un empleo extenuante debería asumir. La burbuja demográfica ha estallado y no tenemos ningún derecho a hacer pagar las consecuencias a nuestros propios hijos.

El desempleo es ciertamente el segundo problema de los millennials, particularmente en España, donde la tasa actual de paro es entre dos o tres veces mayor que en Europa Occidental: los españoles contamos con menos del 15% de la población de la eurozona, pero tenemos el 30% del paro.

De nuevo, nosotros los baby boomers hemos de dar ejemplo, pues quienes tenemos un trabajo creemos que es para siempre, y bloqueamos el acceso al empleo a quienes carecen de él. No soy diputado a Cortes, solo funcionario, pero algo puedo proponer para desbloquear mi plaza vitalicia: dejo aquí y ahora constancia de que mañana mismo renunciaría a mi cátedra en propiedad si me ofrecieran la posibilidad de concursar a otra por contrato y los concursos fueran a basarse exclusivamente en el mérito y la capacidad. Algo habré de dejar hecho por mis propios hijos.

Ahora bien, parte del esfuerzo habrá de provenir de ellos mismos. Están, desde luego, mucho mejor educados de lo que lo estuvimos nosotros, pero en su formación se observan dos brechas: la primera, el elevado nivel de fracaso escolar en la educación obligatoria; y la segunda, el reducido número de titulados en enseñanzas profesionales de grado superior si se compara con el de estudiantes universitarios por 1.000 habitantes, superior en España al de casi todos los países europeos más desarrollados.

Los profesores de universidad de mi generación, desfachatados baby boomers, cometimos pecados sin cuento y tan pronto como se puso de manifiesto la caída demográfica en las nuevas matrículas de estudiantes y aterrados ante la posibilidad de que se amortizaran nuestras plazas de profesor, forzamos grados de Bolonia de cuatro años, tumbando los de tres, que hacían mucha más falta.

Tampoco acertaron nuestras débiles autoridades educativas a la hora de entusiasmar a empresas y centros de enseñanza para ofrecer conjuntamente ciclos formativos superiores atractivos. Ahora los recursos se han de destinar a combatir precozmente el fracaso escolar caso por caso y a reeducar a nuestros adultos sin empleo. Si en los próximos 10 años conseguimos rescatar a la mitad de quienes se han quedado en puertas de la empleabilidad, la generación de los millennials triunfará.

Y lo hará, seguro. Hay motivos para el optimismo. Uno es que, como ha escrito un baby boomer, Bill Gates, nunca antes en la historia había habido tanta gente joven tan bien formada, tan capaz de innovar y de romper por tanto con la línea plana de tendencia que nos deprime: los cambios llegarán. Otro lo verán si emprenden un viaje imaginario: cuelguen un mapa de Europa Occidental en la pared, aléjense unos metros y arrojen un dardo sobre él. Vean entonces cuál es la ciudad más próxima al blanco. Es una ciudad maravillosa, dotada de unas infraestructuras excepcionales y de una calidad de vida envidiable. Repitan la experiencia sobre el resto de los continentes y comprobarán que los aturdidos europeos de hoy en nada tenemos que envidiar a casi nadie: 25 de las 50 mejores ciudades por calidad de vida, según el afamado ranking de Mercer Consulting, se encuentran en Europa. Madrid y Barcelona están ahí y Valencia figura como una de las 10 ciudades preferidas por la guía Lonely Planet. Los millennials, hijos nuestros, saben que Berlín está a 150 euros de Madrid en avión. El mundo quiere ser como Europa y Europa despertará gracias a los millennials. Sed bienvenidos.